Nadie la había invitado, pero ella fue de todas maneras. Sabía donde sería la cena porque seguía la agenda con sumo interés (no la de ella, sino la de él). ¡No se perdía evento alguno donde estuviera aquel hombre! Pero ese hombre era diferente a las decenas con los que se había acostado… un halo de santidad lo rodeaba siempre, cada vez que hablaba ella quedaba encantada, sus palabras le daban una paz infinita que nunca antes había experimentado.
Se arregló lo mejor que pudo, pero no para seducir -de eso ella sabía mucho, pues su oficio se lo exigía-. Se arregló, dijimos, pues iba al encuentro de alguien importante, un profeta, un sanador, un maestro de multitudes, un pastor de almas solitarias; uno que ella necesitaba con urgencia porque se sentía sola y discriminada, su mala vida así la había marcado. Se bañó, perfumó y algo de rubor se puso en el rostro, pero nada exagerado, la costumbre la impulsó a hacerlo. De su repisa sacó un frasco de artesanía fina, no cualquiera, sino uno de alabastro cuyo contenido era un perfume exquisito, el más costoso que pudo comprar con sus ahorros. Frasco en mano, velo sobre su cabeza y con un manojo de esperanzas rotas, partió nuestra ramera en búsqueda del hombre.
Llegó a la casa de Simón el fariseo, pero ese no era el hombre que buscaba. Sorteó la guardia con facilidad, le bastó unas caricias para hacer que los vigilantes la dejaran entrar. Ya en la puerta se encontró con los criados, mas bastaron unas míseras monedas para que la hicieran pasar. Ella se escabulló entre los invitados, pero no pasó desapercibida. Su bello rostro en acorde con su cuerpo trabajado decían a todas luces que la susodicha no era una dama de alcurnia (aunque tampoco era dama, ella bien lo sabía). Dos, tres, cuatro estancias y finalmente encontró al Profeta a quien todos llamaban Jesús, el de Nazaret. Estaba sentado junto al anfitrión y los demás comensales, disfrutando de la exquisita cena con la que el líder religioso se pavoneaba ante el Rabí, quien de reojo la miró… él sabía que una hambrienta de espíritu había llegado.
No pasó mucho tiempo hasta que la mujer, de quien no sabemos el nombre, se lanzó de rodillas a los pies de Jesús y en llanto profuso inundó sus pies con lágrimas tibias y grandes que caían de sus ojos desgastados; ojos de mujer golpeada, abusada, usada y manoseada. Ella lloraba ante el Maestro mientras todos miraban, pero poco le importaba. Así mismo, mientras derramaba sus dolores en las plantas del que todo lo observa, sus cabellos secaban los pies del Nazareno. De pronto, sin que nadie pudiera hacer algo, tomó el frasco que tanto le había costado (casi un año de trabajo inmundo), y con pasión sagrada que no supo de donde sacó, vertió en esos pies un perfume tan rico en olor, denso en profundidad y con una fragancia envolvedora que la casa del fariseo olió a cielo como nunca antes o después había olido.
Simón dijo para sus adentros, ‘si éste supiera que la mujer que lo está tocando es una mujerzuela, jamás lo permitiría’. Pero el fariseo no sabía que Jesús, el Hijo de Dios, conoce nuestros pensamientos. Por eso procedió a relatar una parábola, una en la que dos deudores -uno que debía más que el otro- eran perdonados por su acreedor. ¿Quién amará más? -le dijo a su anfitrión. ‘El que fue perdonado más’, dijo Simón. ‘Rectamente, has juzgado’, sentenció el Maestro. Y luego de eso le dijo al dueño de casa: Cuando llegué a casa no lavaste con agua a mis pies, según la costumbre de los buenos anfitriones; esta mujer, en cambio, desde que llegó no ha parado de bañarlos con sus lágrimas. No me diste beso, en señal de bienvenida, pero esta mala mujer (según la has apodado) me llenó de besos los pies. Tampoco pusiste aceite en mi cabeza, como símbolo de alegría por haber aceptado tu invitación, pero ella derramó el perfume más caro de la ciudad en mis pies, santificando así tu casa, pues su olor quedará semanas aquí. Simón, le dijo Jesús, tú no viste a esta mujer, pero yo sí. Ella se ha mostrado más atenta a mí que tú con todos los manjares que pusiste en la mesa… esta mala mujer, como tú dices, es hija de mi Padre, y aunque se ha equivocado en su manera de vivir, ha acertado en hacer lo que ninguno en esta casa ha hecho por mí. Seguidamente, Jesús, con voz tierna y compasiva, le dijo a la mujer: ‘Tu fe te ha salvado, ve en paz’.
Cuando la meretriz escuchó esas palabras, algo ocurrió en su interior. Una explosión espiritual sacudió su alma. Sintió como si pesadas cadenas cayeran de sus manos… la gran mochila de pecado que por años cargaba se desplomó, y sus vicios con ella. La mujer, aún de rodillas, rompió en llanto silencioso (como Ana en el Antiguo Testamento), pues no quedaban ya en ella lágrimas por derramar. Un contentamiento celestial la invadió, por lo que solo atinó a musitar un delicado ‘gracias’ desde lo más profundo de su ser. Fue lo último que se le oyó decir antes de que saliera de esa casa.
Se fue por las avenidas oscuras que conocía como la palma de la mano, pero una extraña luz iluminaba ahora su camino. Y así, llena de felicidad, agradecimiento y limpieza, llegó a su hogar (si bien nunca lo fue)… allí donde vivían ‘las de su tipo’. Encendió su lámpara y sin darse cuenta elevó una plegaria al cielo, una oración de reconciliación, porque hace rato que estaba disgustada con Dios. Ahora se sentía ‘digna’ de hablar con el Padre, y así lo hizo mientras echaba a la basura las estatuillas de ídolos que tenía por doquier, además quitó el cordón rojo que colgaba de su ventana, el que le servía de ‘anuncio de la mercancía’. Ella comprendió que fue redimida y santificada por ese hombre, el Único que la había mirado con ojos limpios, uno que vio en ella no el cuerpo en venta, sino el alma angustiada que ahora había sido liberada.
by Gabriel Gil, relatos
Para ‘escuchar’ el podcast vaya al siguiente enlace: https://anchor.fm/gabriel-gil-a/episodes/Palabra-del-dia—BESOS—LAGRIMAS—PERFUME-e1lfm3q
36 Uno de los fariseos invitó a Jesús a cenar, así que Jesús fue a su casa y se sentó a comer.[h] 37 Cuando cierta mujer de mala vida que vivía en la ciudad se enteró de que Jesús estaba comiendo allí, llevó un hermoso frasco de alabastro lleno de un costoso perfume. 38 Llorando, se arrodilló detrás de él a sus pies. Sus lágrimas cayeron sobre los pies de Jesús, y ella los secó con sus cabellos. No cesaba de besarle los pies y les ponía perfume.
39 Cuando el fariseo que lo había invitado vio esto, dijo para sí: «Si este hombre fuera profeta, sabría qué tipo de mujer lo está tocando. ¡Es una pecadora!».
40 Entonces Jesús respondió a los pensamientos del fariseo:
—Simón—le dijo—, tengo algo que decirte.
—Adelante, Maestro—respondió Simón.
41 Entonces Jesús le contó la siguiente historia:
—Un hombre prestó dinero a dos personas, quinientas piezas de plata[i] a una y cincuenta piezas a la otra. 42 Sin embargo, ninguna de las dos pudo devolver el dinero, así que el hombre perdonó amablemente a ambas y les canceló la deuda. ¿Quién crees que lo amó más?
43 Simón contestó:
—Supongo que la persona a quien le perdonó la deuda más grande.
—Correcto—dijo Jesús.
44 Luego se volvió a la mujer y le dijo a Simón:
—Mira a esta mujer que está arrodillada aquí. Cuando entré en tu casa, no me ofreciste agua para lavarme el polvo de los pies, pero ella los lavó con sus lágrimas y los secó con sus cabellos. 45 Tú no me saludaste con un beso, pero ella, desde el momento en que entré, no ha dejado de besarme los pies. 46 Tú no tuviste la cortesía de ungir mi cabeza con aceite de oliva, pero ella ha ungido mis pies con un perfume exquisito.
47 »Te digo que sus pecados—que son muchos—han sido perdonados, por eso ella me demostró tanto amor; pero una persona a quien se le perdona poco demuestra poco amor.
48 Entonces Jesús le dijo a la mujer: «Tus pecados son perdonados».
49 Los hombres que estaban sentados a la mesa se decían entre sí: «¿Quién es este hombre que anda perdonando pecados?».
50 Y Jesús le dijo a la mujer: «Tu fe te ha salvado; ve en paz» (Lucas 7).